El Torito Ribeño, la danza que despierta a sus ancestros
2 de marzo de 2025Culturales
La mañana del sábado de carnaval apenas comenzaba cuando los rayos del sol dibujaban sombras sobre las calles del barrio San Roque, al sur oriente de Barranquilla. Eran las nueve, y un grupo de jóvenes y adultos se adentraba en la casa museo del Torito Ribeño, de la Familia Fontalvo, un pequeño templo donde las paredes hablan y los objetos guardan secretos de una tradición que resiste el paso del tiempo. Allí́, entre fotografías envejecidas, congos de oro y turbantes de congos en el piso que parecían observar desde su inmovilidad, la historia del Torito Ribeño se preparaba para despertar.
La sala exhalaba memoria. Alfonso Fontalvo, actual director de la danza en la cuarta generación, con voz pausada, hilaba recuerdos frente a la atenta mirada de los visitantes. Diana Acosta, con preguntas cargadas de curiosidad, guiaba el diálogo para que la historia fluyera como el río que inspiró el nombre de la danza. Elías Fontalvo, niño rebelde y soñador, fundó la danza en el año 1878, como respuesta a la exclusión que le impidió́ participar en el Toro Grande. Así́ nació́ el Torito Ribeño, una danza hecha por niños para niños, donde el juego se volvió́ legado y la resistencia se transformó́ en arte.
Cada relato tenía su propio pulso, pero el tiempo apremiaba. Mientras, el director Fontalvo relataba la historia, en el fondo de la casa museo, otros miembros de la familia se alistaban con los vestidos y el maquillaje que se untan en la cara para resaltar más su rostro, con un corazón en un fondo blanco en cada mejilla.
A las once en punto, la tradición llamaba al siguiente acto: el ritual del cementerio. La comparsa partió́ hacia el Calancala, donde las lapidas de los fundadores esperaban en silencio. Allí́, los tambores rompieron el aire con golpes secos y firmes, despertando la memoria de los muertos. No era una despedida, sino una petición humilde: permiso para bailar, para llenar las calles con la energía de quienes sembraron la semilla de la tradición.
El sonido de los tambores se apagó́ y el mensaje fue claro: la bendición estaba dada. Con el alma ligera y los cuerpos sudorosos, el Torito Ribeño dejó el camposanto para entregarse al Carnaval, donde la vía 40 ya rugía con su propia música.
Cuando el primer tambor sonó́, la danza se desató. Los congos mayores irrumpieron con sus pasos firmes, marcando el territorio con pisadas que parecían una conversación ancestral. Los niños, con sus disfraces de toros, burros y tigrillos, llenaban el desfile de picardía, arrancando sonrisas del público. Las negras, con sus faldas multicolores, ondeaban como banderas vivas al ritmo de la tambora, entrelazando la vida y la muerte en una misma coreografía.
La multitud aplaudía, los gritos se confundían con la música, y la emoción se volvía palpable. No era solo una comparsa, era un pacto silencioso entre generaciones. El Torito Ribeño no solo baila para entretener, sino para recordar que la memoria, cuando se honra, nunca deja de danzar.
Al perderse entre la multitud, la danza dejaba una estela invisible: la certeza de que, en cada golpe de tambor y cada paso marcado, los muertos siguen vivos, moviéndose al ritmo de su propia historia.